La semana pasada, las lecturas nos hacían reflexionar sobre la misión de la Iglesia, Evangelizar. Para este domingo, las lecturas nos hacen reflexionar en la vivencia de manera concreta del amor y el servicio al prójimo.
“Estos mandamientos que te doy, no son superiores a tus fuerzas ni están fuera de tu alcance” (Deut 30: 11). El texto bíblico del Deuteronomio que escuchamos hoy, es de los más profundos, expresivos y significativos. Los sabios siempre habían comparado la ley de Dios a la Sabiduría, y ésta se consideraba inaccesible. Esta exhortación quiere poner de manifiesto lo que Dios quiere para su pueblo y, por la forma de explicarlo, cada uno de nosotros es muy fácil de entender, con el objetivo de que se pueda llevar a la práctica. Lo que Dios quiere que hagamos no hay que ir a buscarlo más allá del cielo o a las profundidades del mar: lo bueno, lo hermoso, lo justo, es algo que debe estar en nuestro corazón, debe nacer de nosotros mismos. Y esa es la voluntad de Dios.
“Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10: 27). El escriba quiere una respuesta jurídica que le complazca. Pero, la tradición cristiana nos puso de manifiesto que Jesús había definido que la ley se resumía en amar a Dios y al prójimo en una misma experiencia de amor. El amor a Dios y al prójimo no es distinto, aunque Dios sea Dios y nosotros somos criaturas. Pero el escriba tenía una concepción de la ley demasiado legalista, por eso quiere precisar lo que no se puede precisar: ¿quién es mi prójimo, el que debo amar en concreto? Ahí es donde la parábola comienza a convertirse en contradicción de una mentalidad absurda y puritana.
“¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10: 29b). Jesús narra la parábola del buen samaritano. Destacan dos personajes, sacerdote y levita, que pasan de lejos cuando ven a un hombre medio muerto. Una explicación posible es, quizás venían del oficio cultual, quizás no querían contaminarse con alguien que podía estar muerto, ya que ellos podrían venir de ofrecer un culto muy sagrado a Dios. Pero esa no podía ser la voluntad de Dios, sino tradición añeja, cerrada y mezquina, con intereses de clase y de religión. Entonces aparece un samaritano, un hereje, un maldito de la ley. Ése no tenia reparos, ni normas, por eso cuando ve a alguien que lo necesita, se dedica a darle vida. Mi prójimo -piensa Jesús-, es quien me necesita; pero la verdadera pregunta acá es: ¿yo soy prójimo de quien me necesita? Jesucristo, al describir al samaritano, está describiendo a Dios mismo. El samaritano actúa como Dios: lo cuida, lo cura, lo lleva a la posada y la asegura un futuro.
“El doctor de la ley le respondió: ‘El que tuvo compasión de él’. Entonces Jesús le dijo: ‘Anda y haz tú lo mismo’” (Lc 10: 37). La parábola no solamente hablaba de una solidaridad humana, sino de la praxis del amor de Dios. Un detalle importante es que el hombre golpeado en el camino no es identificado, lo que nos hace pensar que el necesitado puede ser cualquier persona, incluso la persona que menos piensas que lo necesita. Nuestra fe cristiana nos llama a tener una profunda experiencia de Dios, convertirnos y practicar lo que Dios quiere de nosotros con los demás, especialmente con los necesitados. ¡Vivamos el amor! Como cristianos,
¡compadezcámonos del necesitado! ¡Seamos el rostro de Dios-Samaritano! Amén.